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ISSN 1989-4163

NUMERO 15 - SEPTIEMBRE 2010

La Autopista del Tiempo Agitado

Ángela Mallén

El cielo estaba emborronado de nubes sucias, como si amenazara con una tormenta de arena para uso industrial.  El paisaje cobraba un aspecto deslucido y mustio. La aparición de un matadero junto a una fábrica de ladrillos y una planta de biodiesel daba a entender que se estaba instaurando un orden inquietante. La tierra en carne viva, sin su piel de yerba, cobraba un aspecto de chuletón y de ternera desollada. De hecho, los arcenes estaban revestidos con una malla metálica igual que la del embutido de lomo.

Robbie Williams cantaba su DG por la megafonía y, al mismo ritmo, bailaban los molinos aerológicos a lomos de las colina que formaban una silueta de espina dorsal palenteológica. Parecían un ejercito de gimnastas realizando un ejercicio acrobático en la lejana China. También parercían bailarinas rusas disciplinadas.

En el parque eólico conté 28 molinos. 25 no se movían. 3 se movían. Giraban sus tres aspas hacia el mismo lado: en el sentido de las agujas del reloj. ¿Corría una brisa estrecha y breve, como un arroyuelo aéreo? ¿Eran los otros 25 molinos inertes, rígidos, apáticos? ¿Estaban allí de adorno, como 25 árboles blancos de tres ramas peladas?

Mientras me hacía preguntas empezaron a moverse 24. (Sólo faltaba uno. El molino estúpido. El tonto del parque). ¿El arroyo de brisa se había vuelto río de viento? ¿Corriente nueva? ¿Moda? 

Todos los molinos menos uno bailaban a la vez. Ejecutaban una jota de tres brazos, una sevillana solemne, un ritual budú arcano. Al pie de la colina se extendía un campo de girasoles. Todos dirigieron sus cabezas hacia los molinos. Cabecitas amarillas. Miles de ellas. Como un estadio lleno de aprendices del movimiento, admiradores de los gigantes blancos disciplinados. La uniformidad casi detenida frente a la blanca gigantez marcial. Los productores de semillas solares versus los embaucadores del viento que parecían asesinos de pájaros a manotazos, que parecían esbeltos relojes midiendo un tiempo tridimensional acelerado.  Sin embargo el campo iba quedándose atrás, lo cual daba a entender que su tiempo era más lento que el mío, más atrasado, más durmiente.

Entonces empecé a fijarme en los postes de la luz. Eran incontables. Unidos por tres cables. Enmarañando el campo. Tal vez inmovilizándolo.
El molino catatónico seguía sin inmutarse, como un ángel dormido, como un cristo de harina, como un héroe sin hálito, como un muñeco roto, como un muerto a lomos del horizonte. ¿O quizás era el vigía?

Los girasoles se mostraban cada vez más atónitos, con los ojos como platos amarillos, intentando averiguar qué clase de hora marcaban los gigantes blancos del tiempo agitado: ¿Las veintiocho menos uno? ¿Las tres horas verdes de los árboles? ¿Las cuatro de la colina desollada?
Las nubes de aceite industrial fueron aligerándose, perdiendo grasa, perdiendo componentes condensatorios y volviéndose ligeras, vaporosas, inmaculadas, de una pureza dulce, tierna y esponjosa. Levitaban detenidas en el claro turquesa del cielo, como ropa tendida de bebé en un día de verano, como esculturas de merengue glasé, como diapositivas de fantasmas, como figuritas de nieve naiv.

El autobús seguía su ruta, obediente, ajeno, ¿veloz?, con su música de Robby Williams y de servofrenos. Acataba las órdenes de la autopista, obviando los mundos marginales: la carne de arcén, las cabecitas amarillas, los postes tejedores, los relojes gigantes que miden un tiempo aparentemente agitado, sincronizado por el viento.

Nosotros llegaríamos a nuestro destino a las diecinueve treinta de los relojes diminutos que miden un tiempo aparentemente parsimonioso, que adelanta, atrasa, vuela, se detiene.

Tiempo
 

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